(tele)realidad

Un polémico estudio revela que la razón por la que en la catástrofe del “Titanic” hubo más supervivientes norteamericanos que británicos fueron los modales. Mientras que los ingleses guardaban su turno en larguísimas colas para acceder a las barcazas de salvamento, los yanquis se abalanzaban sobre ellas dando empujones y abriéndose paso a codazos al grito de “sálvese quien pueda”. La formalidad inglesa, que era un alto valor de la época, condenó a muchos a la hipotermia y la muerte.

También un iceberg –éste financiero- nos ha crujido en la mismísima línea de flotación. Como en el caso del trasatlántico “insumergible” el naufragio es una realidad inevitable. El barco se irá a pique y todos acabaremos en el agua o en las barcazas. Los principios de cada cual y la (in)solidaridad de los demás determinarán nuestro destino final. Pero al igual que en la tragedia marítima, ni el pánico de muchos, ni la entereza de pocos, ni el egoísmo de unos ni el favor o la empatía de otros impedirán el desenlace.

Qué sugestiva la historia del “Titanic” (que nos es tan cercana por la reconstrucción cinematográfica que de ella hizo James Cameron). Ver a personas de tan distinta procedencia, cultura, principios, raza y posición enfrentadas a un mismo e irreversible suceso. Esto sí que fue un experimento sociológico, y no la simpleza de los programas de tele-realidad con “Gran Hermano” a la cabeza.

Lejos de erradicarlos (como sugería un alto cargo político hace unos días) sería mucho más interesante darles una vuelta de tuerca y convertirlos de una vez por todas en algo real:


Nada de encerrar a concursantes freaks en un plató de televisión decorado como una casa o una isla. A los estrafalarios (y en algún caso descerebrados) aventureros que se han presentado al casting de “La vuelta al mundo en directo” habría que meterlos en un crucero y a los dos días provocar que unos piratas lo secuestrasen o hacerlo naufragar en medio del océano. De este modo los que se apuntaron a una aventura simulada, maquillada, de pinypon se verían obligados a vivirla de verdad, en su dimensión real y con todas sus consecuencias. Además -como en El show de Truman- sin saber que las cámaras siguen observándolos. Habría que verlos así, con la vida naufragada, revuelta como un calcetín, y la esperanza disipada de un enriquecimiento holgazán y vergonzoso. Esto sí sería auténtica tele-realidad.

© (!)