Hasta ahora siempre estuvo claro quienes querían estar en primera línea, ocupando la cima del ránking de popularidad, y quienes preferían mantenerse en segundo plano o incluso en el anonimato. Ha ocurrido en todo tiempo y lugar, y en todos los ámbitos de la vida. Incluso entre los cargos públicos o las estrellas de cine los ha habido con tendencia a acaparar los flashes o a esquivarlos.
El siglo XXI ha arrancado con una irracional obsesión que obceca a las jóvenes generaciones: la fama como fin en sí misma; no necesariamente como consecuencia de un talento o virtud destacada, sino incluso con la total ausencia de ellos. Esta juventud individualista, ociosa y haragana encuentra en la televisión e Internet plataformas ideales de autopromoción. La telerealidad ofrece a los ávidos de celebridad una ocasión brutal de darse a conocer en poco tiempo, con un alcance tan espectacular como efímero. En Internet abundan quienes con creatividad, ingenio o –cuando estos fallan- puro exhibicionismo alcanzan notoriedad mediática. Hoy la fama ya no cuesta, o cuesta más bien poco. La inclusión de David Bisbal en la lista televisiva de los personajes históricos de España -aunque suena a ironía de Tip y Coll- es una vergonzante constatación de la frivolización del renombre.
Sin embargo, esto no es tan grave como que la frontera entre lo público y lo privado se ha volatilizado, y tan poderosos medios de comunicación se convierten en herramientas de explotación de lo ajeno. Allison Stokke es una joven gimnasta norteamericana que vio trastocada su vida desde que alguien decidió colgar fotografías suyas en Internet. En pocas horas, la muchacha se convirtió sin quererlo (y lo que es más grave: sin saberlo) en una de las entradas más buscadas en la Red. A su pesar, su fama ha crecido exponencialmente y ahora mantiene una dura batalla legal para que obliguen a retirar sus fotos a quienes las subió sin permiso.
El suyo no es un caso excepcional. Cada día, millones de individuos resentidos cuelgan en Internet fotografías y vídeos caseros comprometedores de sus ex cónyuges, jefes, amantes, compañeros de estudios, de comisaría… La sociedad invadida de pantallas que Orwell imaginó es la nuestra. Cada terminal de teléfono móvil es un arma de captura pixelada de presas. Trofeos virtuales que serán exhibidos en televisión o el escaparate global sin permiso ni el menor escrúpulo… aunque haya sido usted princesa de Gales.
Habrá que tener más cuidado. El vecino, el cliente, el empleado, la amiga, la pareja… a veces entre risas, buen rollo y elevada tasa de alcoholemia, puede estar robándonos la intimidad para ponerla al alcance de todos. No importa si queremos o no ser famosos; ahora la decisión ni siquiera es nuestra.
El siglo XXI ha arrancado con una irracional obsesión que obceca a las jóvenes generaciones: la fama como fin en sí misma; no necesariamente como consecuencia de un talento o virtud destacada, sino incluso con la total ausencia de ellos. Esta juventud individualista, ociosa y haragana encuentra en la televisión e Internet plataformas ideales de autopromoción. La telerealidad ofrece a los ávidos de celebridad una ocasión brutal de darse a conocer en poco tiempo, con un alcance tan espectacular como efímero. En Internet abundan quienes con creatividad, ingenio o –cuando estos fallan- puro exhibicionismo alcanzan notoriedad mediática. Hoy la fama ya no cuesta, o cuesta más bien poco. La inclusión de David Bisbal en la lista televisiva de los personajes históricos de España -aunque suena a ironía de Tip y Coll- es una vergonzante constatación de la frivolización del renombre.
Sin embargo, esto no es tan grave como que la frontera entre lo público y lo privado se ha volatilizado, y tan poderosos medios de comunicación se convierten en herramientas de explotación de lo ajeno. Allison Stokke es una joven gimnasta norteamericana que vio trastocada su vida desde que alguien decidió colgar fotografías suyas en Internet. En pocas horas, la muchacha se convirtió sin quererlo (y lo que es más grave: sin saberlo) en una de las entradas más buscadas en la Red. A su pesar, su fama ha crecido exponencialmente y ahora mantiene una dura batalla legal para que obliguen a retirar sus fotos a quienes las subió sin permiso.
El suyo no es un caso excepcional. Cada día, millones de individuos resentidos cuelgan en Internet fotografías y vídeos caseros comprometedores de sus ex cónyuges, jefes, amantes, compañeros de estudios, de comisaría… La sociedad invadida de pantallas que Orwell imaginó es la nuestra. Cada terminal de teléfono móvil es un arma de captura pixelada de presas. Trofeos virtuales que serán exhibidos en televisión o el escaparate global sin permiso ni el menor escrúpulo… aunque haya sido usted princesa de Gales.
Habrá que tener más cuidado. El vecino, el cliente, el empleado, la amiga, la pareja… a veces entre risas, buen rollo y elevada tasa de alcoholemia, puede estar robándonos la intimidad para ponerla al alcance de todos. No importa si queremos o no ser famosos; ahora la decisión ni siquiera es nuestra.
Cuando uno adquiere un poco de fama, James, la gente le observa; todos buscan el modo de hundirle.
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