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Este artículo no va del caos en Barcelona, pero lo que está ocurriendo las últimas semanas admite una curiosa metáfora:
La mayoría de seres humanos planificamos nuestra existencia como si fuese un trazado ferroviario: Los que tienen un proyecto de vida modelo AVE no sólo tienen claro dónde quieren llegar sino que están dispuestos a lograrlo como sea, aunque deban expropiar terrenos que pertenecen a otros para acortar su trayecto. Lo importante no es llegar, sino hacerlo cuanto antes, caiga quien caiga.
Los hay que se conforman con la simplicidad del tranvía y los que prefieren el lujo y la excepcionalidad de un transcantábrico. A algunos les atrae la oscuridad subterránea y laberíntica del Metro, y a otros el pundonor y la verticalidad de los trenes cremallera. Los indecisos optan por el trazado monótono e inofensivo del "Tren de la Bruja" y los adictos a la aventura vibran con el trajín y la excitación tipo Orient Express. Los grandilocuentes disfrutan vidas de transiberiano y los minimalistas de Ibertrén. Los lanzados van a toda máquina y los pusilánimes acaban languideciendo en vías muertas.
A priori, la mayoría aspira a convertirse en tren de alta velocidad, aunque muchos no llegan a pasar de la medianía honrosa del Cercanías. Pero todos, sin excepción, acumulan a lo largo de sus trayectos una buena colección de socavones. ¿Qué son el alma compungida, el amor despechado o el orgullo herido sino los socavones emocionales que adornan el trazado de nuestra existencia? Todos acumulamos hundimientos de todo tipo y tamaño. Algunos apenas nos inquietan; otros nos hacen descarrilar. Pero todos, todos sin excepción, son inoportunos.
La mayoría de seres humanos planificamos nuestra existencia como si fuese un trazado ferroviario: Los que tienen un proyecto de vida modelo AVE no sólo tienen claro dónde quieren llegar sino que están dispuestos a lograrlo como sea, aunque deban expropiar terrenos que pertenecen a otros para acortar su trayecto. Lo importante no es llegar, sino hacerlo cuanto antes, caiga quien caiga.
Los hay que se conforman con la simplicidad del tranvía y los que prefieren el lujo y la excepcionalidad de un transcantábrico. A algunos les atrae la oscuridad subterránea y laberíntica del Metro, y a otros el pundonor y la verticalidad de los trenes cremallera. Los indecisos optan por el trazado monótono e inofensivo del "Tren de la Bruja" y los adictos a la aventura vibran con el trajín y la excitación tipo Orient Express. Los grandilocuentes disfrutan vidas de transiberiano y los minimalistas de Ibertrén. Los lanzados van a toda máquina y los pusilánimes acaban languideciendo en vías muertas.
A priori, la mayoría aspira a convertirse en tren de alta velocidad, aunque muchos no llegan a pasar de la medianía honrosa del Cercanías. Pero todos, sin excepción, acumulan a lo largo de sus trayectos una buena colección de socavones. ¿Qué son el alma compungida, el amor despechado o el orgullo herido sino los socavones emocionales que adornan el trazado de nuestra existencia? Todos acumulamos hundimientos de todo tipo y tamaño. Algunos apenas nos inquietan; otros nos hacen descarrilar. Pero todos, todos sin excepción, son inoportunos.
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Lo malo es que contra este tipo de socavones no hay manera de reclamar a nadie una dimisión que alivie las secuelas del cataclismo.
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