5 nov 2007

Más socavones te da la vida


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Este artículo no va del caos en Barcelona, pero lo que está ocurriendo las últimas semanas admite una curiosa metáfora:

La mayoría de seres humanos planificamos nuestra existencia como si fuese un trazado ferroviario: Los que tienen un proyecto de vida modelo AVE no sólo tienen claro dónde quieren llegar sino que están dispuestos a lograrlo como sea, aunque deban expropiar terrenos que pertenecen a otros para acortar su trayecto. Lo importante no es llegar, sino hacerlo cuanto antes, caiga quien caiga.

Los hay que se conforman con la simplicidad del tranvía y los que prefieren el lujo y la excepcionalidad de un transcantábrico. A algunos les atrae la oscuridad subterránea y laberíntica del Metro, y a otros el pundonor y la verticalidad de los trenes cremallera. Los indecisos optan por el trazado monótono e inofensivo del "Tren de la Bruja" y los adictos a la aventura vibran con el trajín y la excitación tipo Orient Express. Los grandilocuentes disfrutan vidas de transiberiano y los minimalistas de Ibertrén. Los lanzados van a toda máquina y los pusilánimes acaban languideciendo en vías muertas.

A priori, la mayoría aspira a convertirse en tren de alta velocidad, aunque muchos no llegan a pasar de la medianía honrosa del Cercanías. Pero todos, sin excepción, acumulan a lo largo de sus trayectos una buena colección de socavones. ¿Qué son el alma compungida, el amor despechado o el orgullo herido sino los socavones emocionales que adornan el trazado de nuestra existencia? Todos acumulamos hundimientos de todo tipo y tamaño. Algunos apenas nos inquietan; otros nos hacen descarrilar. Pero todos, todos sin excepción, son inoportunos.

Como los de las infraestructuras, los socavones emocionales no son simples agujeros. No son hoyos producto de un impacto directo sobre la superficie, ni tampoco baches a causa del desgaste o la erosión. El socavón es traicionero e imprevisto, sibilino y agresivo. Algo (o alguien) draga en nuestro interior, orada el espíritu, perfora la conciencia, mina el amor propio, produce una oquedad subterránea que nos deja en falso. Ese vacío interno, a menudo desconocido, será la causa de nuestro desplome.

Lo malo es que contra este tipo de socavones no hay manera de reclamar a nadie una dimisión que alivie las secuelas del cataclismo.

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