
Vivía al otro extremo de la ciudad, junto a la antigua estación de tren. Fumaba en pipa, era celíaco y calzaba un 46. Cuando apenas era un chiquillo una revista infantil le publicó su primer cuento. Después llegaron un segundo y un tercero. Se había despertado en él una fascinación por el oficio de inventar historias, al que se entregó desde entonces. Pero el cuarto relato jamás fue publicado.
Las musas solían visitarle a menudo y se mostraban generosas, nutriendo su imaginación con fértiles alumbramientos creativos; pero, en cuanto se ponía a transcribirlos al papel, se volvían esquivas y le negaban la inspiración.
Mientras estaban en su cabeza las historias eran poderosas; pero si las compartía con otros, ya fuera oralmente o por escrito, se diluían. No era extraño escucharle interrumpir uno de sus relatos para confesar que había olvidado por completo cómo continuar. El narrador interpretó aquello como una maldición y decidió que no volvería a compartir sus relatos, que se los guardaría para él. De esta manera esperaba mantenerlos a salvo y vigorosos.
Durante un tiempo así lo hizo; pero el flujo de historias no cesaba. Una idea podía asaltarle en cualquier sitio, ya estuviera despierto o durmiendo. Era como una revelación, que tomaba forma en su cerebro, tal que un nódulo inmaterial que se expandía hasta provocarle agudas migrañas. El dolor era cada vez más intenso, hasta que se volvió insoportable.
Sospechó que sólo habría una forma de atenuar el sufrimiento: extirpar la historia de la memoria, dejarla marchar, proyectarla hacia quien deseara escucharla.
Aquella tarde se sentó en un banco del parque, junto a un anciano que apuraba su cigarrillo furtivo. El narrador le contó una de sus fábulas y regresó a casa aliviado, pues el dolor había desaparecido. Esa noche se durmió pronto, relajado.
Mientras, en el parque, una ambulancia se llevaba al depósito el cuerpo inerte del anciano. La autopsia reveló que había fallecido a consecuencia de un cáncer del que, sin embargo, no encontraron constancia alguna en su historial médico.
© !)
* Dedicado a Julio y su estímulo a producir más narrativa perpleja.
La ilustración es de © Aaron Jasinski
Las musas solían visitarle a menudo y se mostraban generosas, nutriendo su imaginación con fértiles alumbramientos creativos; pero, en cuanto se ponía a transcribirlos al papel, se volvían esquivas y le negaban la inspiración.
Mientras estaban en su cabeza las historias eran poderosas; pero si las compartía con otros, ya fuera oralmente o por escrito, se diluían. No era extraño escucharle interrumpir uno de sus relatos para confesar que había olvidado por completo cómo continuar. El narrador interpretó aquello como una maldición y decidió que no volvería a compartir sus relatos, que se los guardaría para él. De esta manera esperaba mantenerlos a salvo y vigorosos.
Durante un tiempo así lo hizo; pero el flujo de historias no cesaba. Una idea podía asaltarle en cualquier sitio, ya estuviera despierto o durmiendo. Era como una revelación, que tomaba forma en su cerebro, tal que un nódulo inmaterial que se expandía hasta provocarle agudas migrañas. El dolor era cada vez más intenso, hasta que se volvió insoportable.
Sospechó que sólo habría una forma de atenuar el sufrimiento: extirpar la historia de la memoria, dejarla marchar, proyectarla hacia quien deseara escucharla.
Aquella tarde se sentó en un banco del parque, junto a un anciano que apuraba su cigarrillo furtivo. El narrador le contó una de sus fábulas y regresó a casa aliviado, pues el dolor había desaparecido. Esa noche se durmió pronto, relajado.
Mientras, en el parque, una ambulancia se llevaba al depósito el cuerpo inerte del anciano. La autopsia reveló que había fallecido a consecuencia de un cáncer del que, sin embargo, no encontraron constancia alguna en su historial médico.
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* Dedicado a Julio y su estímulo a producir más narrativa perpleja.
La ilustración es de © Aaron Jasinski

